La mañana del 26 de junio amaneció sin estridencias, aunque el sol ya reclamaba protagonismo sobre los tejados de Yopal. A esa hora, una procesión de carros y motocicletas cruzaba lentamente el sector de Caño Seco.
Tocaban sus bocinas con discreción, más por señal de respeto que por intención de ruido, camino a la catedral San José, donde aguardaba un último acto de despedida.
En el centro de la caravana, un féretro se abría paso entre el silencio colectivo. Era el cuerpo del empresario Carlos Navarrete, gerente del supermercado Súper Mío, asesinado días antes en un hecho que sigue tiñendo de impotencia a una ciudad marcada por la violencia.
Su muerte fue una nueva herida abierta en una comunidad que ha visto cómo la inseguridad se ha vuelto rutina. Las estadísticas oficiales apenas alcanzan a registrar el eco del dolor, y la ciudadanía parece condenada a sumar nombres a una lista que no deja de crecer.
Poco se sabe con certeza de lo ocurrido la noche del 16 de junio. Lo narrado es escueto: dos hombres armados interceptaron a Navarrete al salir de su negocio, al parecer en un intento de hurto. La respuesta institucional, en cambio, ha sido un silencio prolongado y, hasta ahora, ninguna captura.
Por eso su funeral no fue solo un acto de despedida, sino también de reclamo. Las voces del sector empresarial, vecinos y conocidos convergieron en una misma exigencia: justicia por Carlos, y por tantos otros que han sido víctimas del crimen sin que sus casos encuentren la luz de la justicia.
La catedral, vestida de blanco por los asistentes y adornada con globos que flotaban en silencio, se convirtió en un santuario de esperanza contrariada. El blanco, símbolo de paz, contrastaba con el peso de la ausencia y la persistente sensación de abandono que tiene la comunidad frente al accionar de las autoridades.
Durante la homilía, el padre Jeison Andrés Salguero Roa, administrador diocesano, habló a un auditorio herido. Les pidió no claudicar ante la adversidad, conservar la fe aun cuando parezca desvanecerse.
Les recordó que somos, en esencia, familia, y que solo unidos en solidaridad es posible sobrellevar el dolor colectivo.
También habló de fragilidad: esa condición humana que nos obliga a abrazar la vida con humildad, y a reconocer que la justicia, como la fe, necesita ser alimentada para no extinguirse.
Concluida la ceremonia, el cuerpo de Navarrete fue llevado al cementerio. Su entierro dejó una estela de reflexiones y temores: ¿cuántos más tendrán que ser despedidos entre globos blancos y súplicas por justicia?
La ciudadanía de Yopal, aún conmocionada, parece entender que es necesario exigir, unir fuerzas y transformar el luto en acción. Porque si algo debiera mantenerse vivo tras una pérdida así, es el compromiso de no permitir que la impunidad selle su nombre con indiferencia.